Dos historias y una reflexión

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Un encuentro con la gracia de Dios cambia la vida para siempre. «Sublime gracia del Señor que a mí pecador salvó; fui ciego mas hoy veo yo, perdido y Él me halló.» – John Newton, 1779

Cuando usted ha sido quebrantado más allá de lo indecible y necesita un milagro para su alma. Cuando ha traicionado a un ser querido y no puede recuperarlo. Cuando ha albergado todo tipo de oscuridad y está desesperado por la luz, allí es cuando la gracia implacable, asombrosa, muy personalizada de Dios, lo halla. La misma gracia que golpeó al más traicionero enemigo de la iglesia cristiana en un camino a Damasco en el año 45 d.C., y él se convirtió en el más grande mensajero del Evangelio.

Primera historia: Los cazadores y el cazadoEl encapuchado desmonta en silencio de su cabalgadura, con la esperanza de que su llegada haya pasado inadvertida. Calma a su yegua mientras la ata a un poste, tal vez como a unos treinta metros de su objetivo. Hay cuatro hombres más con él, armados y preparados para cualquier resistencia.

– Esperen mi señal –susurra el líder–. Yo golpearé con fuerza la puerta una vez; y cuando ustedes oigan mi puñetazo, griten a todo pulmón. Si producimos sorpresa y temor, estos idiotas serán más fáciles de vencer. Saquen sus espadas y garrotes, y no vacilen en golpear a cualquiera que presente pelea. Pero la mayoría de ellos con toda probabilidad son mujeres y niños, y viejos necios que solo gemirán cuando los llevemos en cadenas.

Los cinco se acercan con sigilo a la puerta y las ventanas del viejo galpón. Él pone su oído contra la puerta y oye las suaves cadencias de oración. Deben estar de rodillas con los ojos cerrados; el momento más perfecto imaginable. Lanza su puño contra la madera, casi rompiéndola, y cinco voces roncas empiezan a rugir, a amenazar y a aterrorizar.

Cuando los soldados se abalanzan por la puerta, ven al pequeño grupo de adoradores por primera vez. Estos gritan por la sorpresa y el temor, por supuesto. Un niño pequeño empieza a chillar. Varias mujeres empiezan a llorar y se agazapan, asumiendo que les espera lo peor.

El caos muy rápido se disuelve ahora en silencio, los soldados traen cadenas y empieza el ruido de los grillos. Una de las mujeres más ancianas llora en silencio. Otra hace algo muy extraño: le sonríe al líder.

– Comprendo lo que estás haciendo –dice–. Estás sirviendo a Dios de la mejor forma que sabes. Si supieras…

– ¡Cállate! –grita el líder, apenas logrando contener su puño–. No me salgas con tu fe de imbéciles. Yo he aprendido la Ley de Dios, y no hay nada que puedas enseñarme. Guárdalo para las ratas que hallarás en tu celda.

La mujer baja la vista, pero no hay ira en su semblante. Solo un tipo de tristeza resignada.

El líder se queda detrás mientras llevan a los cristianos afuera, desde donde los llevarán ante el Concilio. Entonces, se detiene y escucha con mucha atención a la quieta noche. ¿Qué es el ruido que corretea afuera? ¿Pisadas? Los otros ya se habían ido hacía varios minutos, y no había nadie más por allí, él lo ha examinado con todo cuidado.

En esos momentos experimenta un extraño sentimiento de adentro hacia fuera, de que es él el que está siendo perseguido, y que alguien o algo distinto es el que está persiguiéndolo. Es irracional, por supuesto. ¿Qué sentido podría tener eso? Todo lo que puede hacer es afirmarse, seguir haciendo su trabajo, desarraigar a estos infieles, capturarlos uno por uno. Capturar su fe, capturar su… sí, esa es la palabra… su gracia.

Segunda historia: La presencia cautivadora de la graciaEs otoño en Nueva York. Noviembre de 2004. Lluvia congelada, conductores cansados.

Un automóvil lleno de delincuentes que disfrutan de las fechorías. Su vandalismo había empezado en un cine local. Aburridos de las películas de acción, los adolescentes decidieron hacer de las suyas. Forzaron la cerradura de un auto, empuñaron una tarjeta de crédito y se dirigieron a un almacén de videos. Allí cargaron cuatrocientos dólares en discos compactos y juegos de video.

¿Por qué no llevarse unos pocos víveres, ya que estaban en eso? Una cámara de vigilancia filma a los muchachos seleccionando un pavo de diez kilos. Recuerde el pavo.

Pisando el pedal hasta el fondo en un Nissan plateado, los chicos avanzan en línea irregular cruzándose con un Hyundai en el que iba una tal Victoria Ruvolo. Los dos autos se cruzan como a las 12:30. Victoria Ruvolo, de cuarenta y cuatro años, se dirige a su casa; anhela llegar a su casa.

Quizá Victoria logra ver el Nissan plateado que se acerca desde el este, tal vez no. Luego ella no estaría segura. Por cierto no recuerda la imagen de un adolescente que colgaba fuera de la ventana del Nissan mientras el vehículo se aproximaba. Tampoco conserva ningún recuerdo del gigantesco proyectil que el mozalbete lanza con sus manos. Allí es donde entra el pavo. El ave congelada de diez kilos se estrella contra el parabrisas de Victoria. Tuerce el volante hacia el interior, se estrella contra la cara de la mujer y rompe todo hueso que encuentra.

Victoria no recordará nada de esto tras ocho horas de cirugía y tres semanas de recuperación posterior. Su cara se ha convertido en una máscara: destrozada como alfarería, ahora sujeta con grapas y placas de titanio, un ojo sostenido por película sintética; una mandíbula llena de alambres, una traqueotomía.

La reacción pública es vigorosa. Los medios noticiosos han publicado la crónica; y los sitios en Internet siguen todo nuevo detalle del arresto y acusación. Los que tienen sitios en Internet y los expertos de la televisión sugieren lo que harían si pudieran estar en un cuarto por cinco minutos con esos delincuentes del Nissan. Les encantaría en especial poner sus manos sobre Ryan Gushing, el granuja de dieciocho años que lanzó el pavo. Su cara quedaría destrozada. Su vida debería quedar en ruinas. Así es como lo ve el hombre de la calle.

Pero todo está en manos del sistema de justicia. El lunes 15 de agosto de 2005 Ryan y Victoria, esta con su cara reparada, se encuentran en la corte. Nueve meses agonizantes, sujetados con titanio, han pasado desde el ataque. Victoria se las arregla para entrar caminando a la corte, sin ayuda, lo que ya es una victoria en sí.

Ryan Gushing, temblando, se declara culpable… de una acusación menor. Sentencia: una bagatela de seis meses tras las rejas, cinco años de libertad condicional, algo de consejería y unos momentos de servicio público. La gente sacude su cabeza en justa indignación. ¿s todo eso el castigo que pueden aplicarle? ¿esde cuándo la nación se ha ablandado en cuanto al crimen? Encerremos a todos esos criminales y deshagámonos de la llave.

Todos se preguntan: ¿quién es el responsable por este arreglo judicial? La víctima. Es ella. La víctima solicita indulgencia.

Ryan se confiesa culpable y luego se vuelve a Victoria Ruvolo, despojado ya por mucho tiempo de la esencia de bravucón. Llora sin poder contenerse. El abogado conduce al asaltante a la víctima, ella lo abraza, lo consuela, le acaricia el pelo y le dice palabras reconfortantes:

– Te perdono –susurra ella– Quiero lo mejor para tu vida.

Se mezclan las lágrimas de la máscara de reconstrucción con las de la máscara de remordimiento.

Los reporteros de radio y televisión llenan sus noticias en voces que son a la vez conmovedoras y respetuosas. El New York Times lo llama «un momento de gracia».

La reflexión
¿Qué hacemos nosotros con dos historias como estas? Son conmovedoras, por supuesto, también son indignantes. ¿Por qué? Socavan todo impulso de la naturaleza humana, ¿verdad? Seamos muy francos. ¿Habría usted respondido como Victoria Ruvolo? Con certeza usted y yo nos hemos entregado a un frenesí de autojustificación por asuntos mucho menos dramáticos. Algunos de nosotros, algunos de los mejores de nosotros, todo lo que necesitamos es un buen incidente en la carretera para hacer una mueca, un bocinazo prolongado, un torrente de gritos insultantes.

Nacemos así. El más pequeño niño de dos años se desquita cuando otro niño le quita un juguete. No reclama su juguete con calma y sin pasión. Reacciona con ira. Se apodera del juguete y grita sus recriminaciones contra el ladrón. Es parte de la persona humana.

¿Por qué, entonces, nos quita el aliento observar una conducta que trastorna esta expectativas?

La gracia aturde. Es entregar una joya que nadie ordenó, una irrupción de luz en un cuarto donde todos se olvidan que está oscuro.
La gracia sugiere que los seres humanos tal vez sean algo más que graduados con honores del reino animal, después de todo, y que tal vez sean ciertos los rumores de que la pureza y la bondad están vivas y son reales.

Tomado del libro: Capturados por la gracia de Unilit.

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