Un Ministerio Ideal.

LA MAYORDOMÍA
Amados hermanos –podría incluso decir con Pablo:
«Hermanos míos amados y deseados»– me produce
un intenso deleite mirar de nuevo vuestros rostros;
y al mismo tiempo siento la carga de una solemne
responsabilidad al tener que orientar vuestros pensamientos
en esta hora, para dar la pauta de nuestra solemne Conferencia.
Pido vuestras continuas oraciones para que pueda
hablar como debo, diciendo lo más apropiado de la manera
más acertada.
Hay considerable ventaja en la libertad de que se disfruta
en el mensaje inaugural. Puede adoptar la forma metódica
de un sermón, o puede revestirse de modo más cómodo
y presentarse en la forma familiar del discurso. Ciertas
libertades que no se conceden a un sermón, se me permiten
en esta plática discursiva. Poned a mi charla el nombre
que queráis cuando haya terminado; pero será un sermón,
pues tengo en mente un texto definido y claro, y me atendré
a él con bastante regularidad. No estará de más que lo
anuncie, pues así dispondréis de una clave para ver lo que
pretendo deciros. Hallaréis el pasaje en la Primera Epístola
a los Corintios en los versículos primero y segundo
del capítulo cuatro:
«Así, pues, téngannos los hombres por servidores de Cristo,
y administradores (1) de los misterios de Dios. Ahora bien,
se requiere de los administradores, que cada uno sea hallado
fiel».
El apóstol anhelaba ser tenido por lo que era, y hacía
(1) En la versión inglesa se lee ministros y mayordomos.
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un ministerio ideal
bien; pues los ministros no suelen ser correctamente apreciados;
por regla general, los demás, o se glorían en ellos
o los desprecian. Al principio de nuestro ministerio, cuando
lo que decimos es nuevo y nuestras energías rebosan; cuando
ardemos y lanzamos destellos, y pasamos mucho tiempo
en preparar fuegos artificiales, las personas son propensas
a tenernos por seres maravillosos; y entonces se necesita
la palabra del apóstol: «Así que, ninguno se gloríe
en los hombres» (I Corintios 3:21). No es cierto, como
insinúan los aduladores, que en nuestro caso los dioses
hayan descendido en la semejanza de hombres; y seremos
idiotas si lo pensamos. A su debido tiempo, las ilusiones
estúpidas serán curadas por los desengaños y entonces
oiremos la desagradable verdad, mezclada con censuras
injustas. El ídolo de ayer es hoy el blanco de las pullas.
Sean nueve días, nueve semanas, nueve meses, o nueve
años; tarde o temprano, el tiempo produce el desencanto,
y cambia nuestra posición en el aprecio del mundo.
Pasó el día de las primaveras, y han venido los meses de
las ortigas. Cuando ha pasado el tiempo de que las aves
canten, nos aproximamos a la estación de los frutos; pero
los niños no están tan contentos con nosotros como cuando
paseaban por nuestros exuberantes prados, y hacían coronas
y guirnaldas con nuestras flores. En nuestros años
maduros, la congregación echa de menos las flores y el
verdor. Quizá nos estamos dando cuenta de ello. El hombre
maduro es sólido y lento; mientras que el joven cabalga
en alas del viento. Es evidente que algunos tienen una idea
exagerada de lo que somos; otros la tienen demasiado
mezquina; sería mucho mejor si todos ellos pensaran
sobriamente que somos «servidores de Cristo». La Iglesia
saldría ganando, nosotros seríamos beneficiados, y Dios
sería glorificado, si nos pusieran en el lugar que nos
corresponde, y nos mantuvieran allí, sin apreciarnos en
demasía, ni censurarnos injustamente, sino considerándonos
en relación con el Señor, y no en nuestras propias
personalidades. «Téngannos los hombres por ministros de
Cristo».
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